Atrapado

Marta Mirochnik

Una muralla de piedra negruzca lo rodeaba. El pantallazo de un relámpago a través de un diminuto enrejado lo volvió a la realidad.

Sin poder precisar el tiempo que llevaba allí sentado, se sostenía el rostro con ambas manos. Lo que sí reconoció fue el sentimiento que embargaba su corazón, desde ese recuerdo de su infancia. Se vio con sus diez años, inocente y triste.

Repetía en su mente las preguntas, sus demasiadas preguntas, algunas maduras e inteligentes para su edad, que nunca recibieron respuestas claras.

“¿Por qué siempre está enojado papá?”; “¿Por qué todo lo que toma en sus manos lo arroja con violencia al piso?”.

Nunca escuchó una respuesta.

Su temor a dormir hizo que por muchos años el aire le resultara irrespirable.

En un susurro repetía: “Voy a tener que matar a mi papá”. Lo repetía con insistencia y eso lo aterrorizaba.

El almanaque del año 1965 trajo la caída de una de sus hojas y una carta. Al igual que en una película, rememoró el trágico episodio:

Habiendo regresado a su hogar, halló a su madre lastimada, llorando en el suelo, con marcas de fuertes golpes en su rostro. Una fuerza extraña, compulsiva, proveniente de una voluntad imperturbable, lo llevó a pesar de sus piernas casi paralizadas, a tomar la navaja y enterrarla en el cuerpo de su padre hasta ver brotar la sangre. Luego, la parálisis, la falta de aire y por último el encierro.

Latigazos de plata cruzaron el cielo trayéndolo al presente junto con el chaparrón intenso. La llovizna fría y espesa se hizo una con su estado de ánimo.

Con mucho amor y cierta pulcritud, desplegó el sobre de la carta que notificaba la muerte de su madre, y así como reiteraba el deseo de matar al padre, repitió una vez más: “Tuve que hacerlo. No podía maltratarla así”.

Allí quedó, atrapado en el pasado junto al silencio de su alma.