
El tesoro de la juventud
Martha Liliana Sevlever
La actitud de Marita denunciaba su impaciencia. Mientras la madre entrelazaba las trenzas a la niña, ésta no se quedaba quieta. Se preparaba para uno de sus paseos favoritos: ir de visita a la casa de unos tíos que vivían allá lejos, en el barrio de Belgrano.
La pequeña sabía que el tranvía tardaba más de una hora en hacer el recorrido. Luego madre e hija caminarían un trecho hasta llegar a una mansión rodeada de parque, donde las recibiría una confusión de abrazos, risas y bienvenidas. Los tres primos eran algo mayores que ella, a quien trataban como una hermana pequeña.
De las muchas habitaciones que tenía la casa, una en particular despertaba en ella una sensación de misterio. Era el escritorio, que sólo perdía su austeridad cuando abrían la ventana y el aroma vegetal del jardín entraba mezclado con el de los jazmines.
Había allí una biblioteca de estilo francés, puertas de cristales y herrajes de bronce. Tras los cristales, se encontraba “El tesoro de la Juventud”, una colección de veinte tomos con tapas marrones y letras doradas que la niña siempre contemplaba por largo rato, sin atreverse a tocarlos.
Una vez, su tía, sorprendida ante la expresión de la niña, sacó uno de los volúmenes y lo puso a su alcance. A partir de ese día, en cuanto tenía la oportunidad, hojeaba alguno de sus ejemplares con sumo cuidado para no dañarlo. Se sentaba en un sillón de pana beige que la recibía abrazándola, y con las piernas que aún no le llegaban al suelo, colgando cruzadas, se sumergía en la lectura, ignorando la algarabía que hacían sus primos al jugar en el parque.
Cuando el año nuevo se acomodó en el almanaque, llegó la fecha en que los chicos desean recibir bicicletas, patines o muñecas.
La felicidad de Marita se vio colmada cuando al despertar, se encontró frente a unos estantes de madera que contenían los libros que tanto apreciaba. Sacó el primer tomo, recorrió sus ilustraciones y se detuvo ante el cuento de “Los tres cochinillos”.
Su padre le enseñó a utilizar el índice del tomo veinte y pudo recorrer los distintos temas: “El libro de los Por qué” o “El libro de los hechos heroicos”.
Jamás quiso doblar la punta de una página considerándola la cicatriz imborrable de una herida. Para marcar utilizaba señaladores.
La gente solía hablar de Marita como de una niña algo rara, muy apocada. Decían que “le faltaba vida”. Lo que no sabían es que ella cada noche al ir a dormir, en ese momento que hay entre la vigilia y el sueño, vivía las aventuras más descabelladas: a veces era un hada con alas transparentes y movedizas como Campanita, otras, Juana de Arco galopando frente a sus huestes envuelta en una armadura de plata.
Los personajes de su Tesoro, acompañaron a la niña por todos los lugares del mundo y a todas las épocas del universo, hacia las que viajó cada noche de su niñez.