
El timbre de la amistad
Raquel Wisniak
Después de muchos años sin verse, se encontraron ante una mesa de café.
Hebe Carolina y Lita, las dos parecían de la misma edad. Vestidas con sencillez llamaban la atención por su elegancia y por sus modales discretos. Habían sido amigas entrañables durante su infancia y juventud.
La impaciencia por comunicarse hizo que durante varios minutos hablaran, rieran y lloraran, todo al mismo tiempo, sin poder entenderse con la razón aunque sí a través de la emoción que ambas sentían.
Cuando lograron calmarse comenzaron a desgranar recuerdos comunes, gratos en su mayoría.
Cuando Lita tenía seis años comenzó a estudiar piano, y hasta tener el suyo propio, todos los días iba a ejercitarse a la casa de su profesora. Los libros eran gordos y pesados, al igual que la valija de cuero donde los llevaba. Su madre la acompañó hasta que aprendió a cruzar sola la calle empedrada con adoquines desparejos.
La primera vez que fue sola, dobló la esquina y caminó hasta la casa de su maestra. Al llegar a su puerta y querer tocar el timbre, se dio cuenta que ni siquiera en puntas de pie podía alcanzarlo. Dejó la valija en el suelo y se sentó en el umbral, preocupada porque su profesora siempre exigía puntualidad.
Sin saber qué hacer, cerró los ojos y recordó que en los cuentos de hadas que sus padres le leían con frecuencia, siempre aparecía un hada bienhechora que ayudaba a los niños en problemas.
Algo en su hombro le hizo abrir los ojos y al hacerlo vio frente a ella a una nena sonriente que le preguntaba qué le pasaba. Tomada por sorpresa, Lita le preguntó si era un hada.
Las dos se encontraron riéndose a carcajadas. Cuando se calmaron, Lita le contó su problema y a Hebe Catalina le alcanzó con levantar el brazo y tocar el timbre. Al despedirse prometió esperarla al día siguiente. Eso se repitió durante todo un año, hasta que Lita pegó un estirón y pudo alcanzar por sí sola el timbre.
A esas alturas, Hebe Catalina no sólo la esperaba cuando debía entrar a clases, sino también a la salida. Se contaban una a otra lo que les había sucedido en el día, lo nuevo que las llenaba de asombro, sus dudas y sus alegrías. Sin proponérselo se hicieron inseparables y llegaron a compartir juegos, paseos, vacaciones.
Las dos hijas únicas, nunca sintieron su soledad porque a través de su amistad, tuvieron la posibilidad de sentirse hermanas.